martes, 22 de mayo de 2012

Feliz año nuevo

Por Arturo Pérez Reverte


Era guapísima, pensó. La mujer más guapa del mundo. Un vestido negro, escotado por detrás, el pelo recogido en la nuca. Unos ojos grandes e inteligentes que lo miraron de esa manera singular con que miran algunas mujeres, como si se pasearan por dentro de ti, escudriñándote cada rincón, y esa certeza te erizara la piel. No sabía cómo se llamaba, ni quién era. Ni siquiera si estaba con otro. Pero comprendió que era ella. Así que venció el nudo que se le había hecho en la garganta y dijo aquí te la juegas, chaval, te juegas el resto de tu vida, y a lo mejor haces el ridículo más espantoso; pero sería peor no intentarlo. Así que se fue derecho hacia ella, recorriendo esos cinco últimos metros que ningún hombre inteligente franquea si no son los ojos de la mujer los que invitan a recorrerlos. Hola, me llamo tal, dijo. Y no me perdonaría nunca dejarte salir de mi vida sin intentarlo. Ella lo miró despacio, evaluando su sonrisa algo tímida, la manera sencilla que tenía de estar de pie ante ella, encogiendo un poco los hombros como diciéndole ya sé que lo hemos visto muchas veces en el cine y por ahí, pero no puedo evitarlo. Te pareces a esas cosas que uno sueña cuando es niño.

Lo consiguió. La felicidad le estallaba dentro y el mundo y la vida eran una aventura maravillosa. Bailaron, rieron. Compartieron sus mundos e hicieron que éstos empezaran a fundirse el uno con el otro. Música, cine, viajes, libros. Tiene cosas que yo necesito, pensó. Cosas que a mí me faltan. A veces se quedaban callados, mirándose un rato largo, y ella sonreía un poco, casi enigmática. Quizá se sienta como yo me siento, pensó él. Tocó su piel, rozándola con precaución al principio. Acercaron los rostros para conversar entre la música, acarició su cabello, respiró su aroma, asimiló cada registro de su voz
. Algo hice para merecerla, pensó de pronto. Los años de colegio, la facultad, el trabajo, la lucha por la vida. Sentía que era un premio especial; que una mujer así no caía del cielo a cambio de nada. Eso lo hizo sentirse más seguro, más cuajado y adulto. Y en sólo unas horas, maduró. Se hizo lúcido y se dispuso a merecerla.

Llegaron las campanadas. Ding, dong. Todos bailaban y reían, brindaban, chocaban las copas salpicándose de champaña. Feliz 2001. Feliz año nuevo. Él nunca había sido muy sociable; tenía sus ideas sobre las fiestas de año nuevo en general y sobre la Humanidad en particular, y no eran ingenuas en absoluto. Sin embargo, aquella vez amó a sus semejantes. Los habría abrazado a todos. Con la última campanada ella se quedó mirándolo en silencio, la copa en la mano, la boca entreabierta, y él se inclinó sobre sus labios. Sabían a champaña y a carne tibia, y a futuro. Alrededor los amigos aplaudían y bromeaban sobre el flechazo. Ellos seguían mirándose a los ojos y se besaron de nuevo, ajenos a todo. Y más tarde, rozando el alba, la acompañó a su casa. Se besaron de nuevo en el portal, mucho rato, y él regresó a casa caminando en la luz gris del amanecer, las manos en los bolsillos, sintiendo deseos de dar pasos de baile, como en las películas. Estaba enamorado.

Pasaron los meses y se amaron con locura. Ella estaba en el último año de carrera; él, a punto de conseguir el trabajo soñado durante muchos años. Viajaron juntos y hubo un verano maravilloso, el mar, los paseos por la playa, las noches cálidas. Cuando estaban juntos apenas necesitaban otra cosa. Ella se le aferraba, jadeante, sus ojos muy abiertos cerquísima de los suyos, abrazándolo como si pretendiera hundírselo para siempre en las entrañas. Te amaré toda mi vida, dijo él. Me parece que deseo un hijo, dijo ella. Que se parezca a ti. Que se nos parezca. El mundo era una trampa hostil, pero podía ser habitable, después de todo. Era posible, descubrieron sorprendidos, construir un lugar donde abrigarse del frío que hacía allá afuera: un refugio de piel cálida, de besos y de palabras. A veces se imaginaban de viejos, con nietos, libros, un pequeño velero con el que navegar juntos por un mar de atardeceres rojos y de memoria serena.

Aquel año consiguió el trabajo por el que había luchado toda su vida. Un puesto de responsabilidad en una multinacional importante. El primer día que fue al despacho, al llegar a su mesa situada junto a la ventana con una vista maravillosa de la ciudad, pensó que había llegado a algún sitio importante, y que el triunfo también era de ella. Tenía que compartir ese momento, así que descolgó el teléfono y marcó el número de la casa donde ahora vivían juntos. Estoy aquí, lo he conseguido. Estoy en la cima del mundo, dijo. Y te quiero. Mientras hablaba sus ojos se posaron, distraídos, en el calendario que estaba sobre la mesa: martes 11 de septiembre. Luego se volvió a mirar por la ventana. El día era hermoso, los cristales de la otra torre gemela reflejaban el sol de la mañana, y un avión enorme se acercaba volando muy bajo.

sábado, 19 de mayo de 2012

Teorema del champú

No, no tenes que hacer gimnasia, ni tener los abdominales marcados, ni correr siete o diez kilómetros tres veces por semana. No vale la pena, el esfuerzo, no conduce a nada. Te lo digo porque yo fui nadador, en la adolescencia, nadaba como un loco, hacía los cien metros debajo del minuto, bajaba en el verano a la playa con esas mallitas chiquititas, pegadas al cuerpo, y me metía a nadar una hora al mar.
Tampoco es necesario tener un auto caro, para qué carajo te vas a comprar un auto caro. En la ciudad apenas te podes mover. Si querés tener auto para ir a Pinamar o para salir a pasear un domingo está muy bien, claro que está muy bien. Pero el auto, en este tema, no te va a ayudar en nada.
No hace falta que seas culto, no te esfuerces. Yo fui como tres años a estudiar teatro, y leía a Chéjov, leí a Dostoievski también. En una época andaba siempre con un libro de Foucault en la mano, un libro que debo haber tratado de leer como treinta y tres veces, y jamás entendí un pomo. Tampoco hace falta que escuches música clásica, podes seguir leyendo el suplemento deportivo de cualquier periódico, lo mismo da. 
Para resumir, si querés tener minas, no tiene nada que ver con eso. No hace falta que hagas taekwondo para defenderlas, ni que seas cantante de una banda de rock, ni que uses trajes Hugo Boss o que tengas casa en Punta del Este. No tiene la más mínima importancia.
Lo que tenes que hacer es lavarte el pelo con algún champú para bebés, eso sí. Porque vos te lavás el pelo con champú para bebés, ponele, una vez por semana. Y algo de ese olorcito tan particular, una fragancia en extremo sutil se te impregna, te va quedando. Y cuando una mina, por cualquier motivo, se te acerca, en un laburo o en la calle o en un bar, en cualquier lado, siente, percibe, algo que no puede definir, ese olor a bebé limpio que viene de cualquier parte y las impacta.
Ante ese olor la mujer, por imperativo categórico, porque está en el código genético, porque ahí están los dos mil años de civilización más allá de la rueda y el fuego, bueno, la mujer, ante ese olor, se prepara para parir, se le relajan un poco los músculos de la vagina. Ingresa en un estado de existencial predisposición y ahí sí, no importa lo imbécil que seas, ahí le entras aunque digas dos pavadas.

martes, 1 de mayo de 2012

Recuerdo estar parado ahí...
El escenario era cambiante, como en todo sueño, pero hubo una locación principal. Imagínense una gran mansión. Tenemos un sector; externo; parecía la entrada de ésta mansión. Mucho césped. Tenemos otro sector; también externo. Parece el jardín, pero éste es una playa. Más adelante les hablaré de la playa, pues es el escenario del desenlace.
Dentro de ésta gran mansión estaban todas las personas que pasaron por mi vida estos últimos 2 años. Había una gran fiesta. De esas que normalmente se detallan en películas Yankees, con mucho alcohol por todos lados, gente bailando y disfrutando.
Recuerdo estar parado en medio de esa gran mansión, pero contrastando totalmente con la fiesta; como si todo estuviera en color y yo en blanco y negro (aunque no estaba en blanco y negro, tan solo quería que entiendan el contraste del que hablo). Allí también, sentada, estaba la madre de una de todas estas personas. También contrastaba con esta fiesta, aunque se encontraba con un trago en la mano. Voy a su encuentro y no se cuáles fueron las palabras que cruce con ella, pero lo siguiente que recuerdo es estar parado en el jardín; esa playa que les mencioné al principio.
Ahí parado y mirando el mar, y sintiendo esa cálida sensación que es llegar por 1ra. Vez a la playa después de haber pasado tanto tiempo alguien toca mi hombro. Doy media vuelta y me encuentro con ella, la hija de está mujer con la que había hablado hacía unos minutos atrás. Y la veo ahí, tan hermosa como siempre, como si no hubiese pasado ni un segundo desde la última vez que la vi; y el remolino en mi interior era el mismo al de aquella vez...
Se acerca muy lentamente y con un beso me invita a irnos a lo desconocido. Yo sabía que estaba mal, pero no pude hacer nada para evitarlo. Acepté el beso sin titubear y mi cuerpo se elevó sin que mi mente pudiera hacer nada para evitarlo.
Al final de la playa había una puerta. Solo una puerta, ahí, suspendida sola en medio de la arena. En su interior se escondía un pequeño oasis, pero con columnas y vegetación que podríamos encontrar fácilmente en la Roma antigua. Ese fue nuestro escondite. Nos besamos hasta olvidar todo a nuestro alrededor. Nos besamos hasta que nuestra propia conciencia nos encontró...
Ahí estaba parado él y unos pasos más atrás ella. Su expresión, la de él, es muy difícil de explicar. Es una mezcla de sorpresa, decepción y desconcierto. Esa confusión que sufre aquel que ama con fervor y ha sido engañado delante de sus propios ojos. Por el contrario, ella, entendía completamente la situación. Él, a pesar de tal decepción, también la entendía...
He aquí la escena final. Recuerdo alejarme de ella pero determe un segundo y mirarla ahí parada, tan hermosa como siempre; como aquella vez, como hacía algunos minutos, como siempre. Recuerdo muy bien detenerme a su lado, mirarlo a los ojos y decirle: "Ella no tiene la culpa. Es una gran mina. Te la mereces. Cuidala"... 
Recuerdo seguir mi camino hacia ella, quien supo entender completamente la situación. Quién supo entender que una puerta del pasado se había cerrado...